lunes, agosto 13, 2012

Prohibido

Sabíamos que no lograríamos nada bueno con esto, el silencio de la carretera sólo empeoraba las cosas, encendí la radio, siempre teniendo extremo cuidado de no complicar la situación. Él sólo me observó, una leve elevación de la comisura de sus labios aprobó mi reciente acción. En esos años las cosas no eran fáciles para nadie, sabíamos que no era lo correcto, aún así, nunca traté de detenerlo, ni de detenerme.

Puso su mano sobre la mía, aún estaba tibia, sabía que eso era bueno, de todas formas, yo me sentía cada vez más helado por dentro, el temblor de ambas termino por coordinarse y yo ahí, sentado en el asiento del copiloto, un brazo extendido hacia atrás y con un cubo de hielo en el pecho.

Había estado todo el camino evitando su mirada, el que se encontrasen me hacia recordar todo, un rayo recorría mi cuerpo hasta impactar en lo más profundo de mi estomago, todo se revolvía, provocando una gran explosión repulsiva con una sola vía de escape. No quería que se detuviera el auto, sólo perderíamos tiempo, cosa que en este momento era fundamental no desperdiciar. A la tercera vez no pude evitarlo. –Para el auto por favor. – ¡Estás loco! –me dijo. Sólo le basto apartar la mirada dos segundos de la pista para darse cuenta que era necesario, luego orilló el auto y se detuvo.

No pude evitar terminar de rodillas, antes de que éstas tocasen el suelo por completo, escuche el abrir y cerrar de una de las puertas. Estaba ahí de pie observándome. Se acercó para tomarme de los hombros y tratar de levantarme. No pude contener el llanto, la culpa se escurría por el suelo hasta tocar mis zapatos para volver a invadir mi cuerpo. Sacó un pañuelo arrugado de su bolsillo y me limpió la boca, luego, con la punta de su camisa limpió mis lágrimas y me abrazó. Mientras él seguía ahí tendido en el asiento trasero, observando.

Por la ventana trasera del auto seguía sintiendo su mirada plantada en mi, la comisura de sus labios se volvía a levantar. Puse mi cara en el pecho de Tobías para luego cerrar los ojos, pero sabía que él seguía observando. Me alejé, quería salir corriendo, correr, perderme en la oscuridad, olvidarlo todo.

Tobías me tomó de un brazo como si hubiese adivinado mis intenciones, sentí pena por él, por mi, por lo nuestro. Me ayudo a entrar al auto, prácticamente me sentó, me miró, lo miré, un beso en la frente y cerro la puerta. Aceleró como si quisiera recuperar el tiempo perdido. Qué más quisiera yo, recuperar el tiempo, los momentos lindos bajo las sombras del dolor que causábamos, que provocamos, de la pasión que nos había llevado a esto. No fui yo ni él, fue aquel quien nos obligó, él que aún agonizando en asiento trasero nos seguía recordando ese momento. “Apareció en el momento equivocado” pensaba, pero siempre todo fue “equivocado”, complejo y difuso. Ahora todo estaba claro, tan claro como esa mirada. Ahí estaba él mirando desde el asiento trasero.

Tomé nuevamente su mano, ya no estaba tibia, ya no me miraba, su boca estaba pálida, ahora me sentía hirviendo, me incorpore sobre el asiento, lanzándome sobre él, Tobías trató de detenerme, pero no lo escuché, ya en el asiento de atrás buscaba su respiración, quería encontrarla ilusamente con mis manos, mis ojos, con mi cuerpo, esa respiración que muchas veces sentí tan cerca, tan dentro de mi, esa respiración caliente que se había enfriado con la llegada de Tobías. Se detuvo el auto de golpe. Sólo encontré la herida, esa herida causada por el engaño, por la penumbra de la pasión. Ya no sangraba. El recuerdo, el sonido de la bala reventaba mis oídos. Miré hacia delante tratando de encontrar esa mirada que sabía que apaciguaría mi desesperación como en un comienzo, ese calor. Esta vez, no la encontré, Tobías no me miró. Lentamente volví a mi lugar, él con las manos firmes sobre el volante, cabizbajo como buscando sus zapatos me seguía evitando. Tomé su mano, ambas frías. No volveríamos a quitar la vista de la pista, tratando de olvidar el asiento trasero.

Pero nunca olvidaríamos, no olvidaríamos el crimen que llevábamos en el asiento trasero, el amor de un mismo sexo que nos había llevado a esto, el repudio de un hombre que sin importar la herencia de la sangre, olvidaría el lazo y juzgaría lo que no le parecía correcto. Nunca olvidaría su sonrisa, esa que no se borró incluso en su agonía. Sabía que no nos dejaría tranquilos y que jamás seríamos capaces de olvidar aquella bala que incrustada en un corazón paternal, en vez de enseñarme a amar, me obligaría a odiar. Lo había logrado, no sólo moría él, sino que esa noche, en ese automóvil putrefacto a muerte, en esa oscura carretera, moriría también el hermoso sabor a sexo prohibido, la pasión que él nunca pudo entender, aquella que él mismo convirtió en muerte.